Treinta años después de su publicación original (1978), la editorial Wunderkammer nos presenta una revisión de Sol negro. Depresión y melancolía, tal vez uno de los textos más conocidos de la filósofa y psicoanalista Julia Kristeva (Bulgaria, 1941). Sol negro
es uno de esos textos que pueden hacer que pases una noche en vela: el
análisis que propone de la tristeza es punzante, los ejemplos clínicos
de depresión femenina pueblan de imágenes terribles los intentos de
conciliar el sueño. Sol negro alcanza lo íntimamente personal, y
quizá esto sea lo que lo hace más significativo. Tener de nuevo el
libro entre mis manos me daba miedo por dos razones radicalmente
opuestas: me asustaba la idea de que me afectara del mismo modo que lo
hizo la primera vez, pero aún temía más que me decepcionara y no
superase la barrera de las circunstancias. No ha sido el caso. Un
segundo acercamiento –y tal vez ese sea el sentido de realizar la
revisión de un texto– permite hacer una lectura más madura del mismo y
muestra que sigue igual de actual y vigente que la primera vez que fue
publicado.
Kristeva es consciente de lo que el tiempo puede hacerle a un texto
que, a fin de cuentas, propone un análisis de la cultura y la sociedad
occidental –y Sol negro así lo hace– y por ello incluye en esta
edición un prólogo, «SMS a los lectores españoles» redactado
específicamente para su publicación en 2017, en el que comenta: «En
realidad yo nunca había cerrado este libro (…) Las conferencias en
Europa, América o Asia, las traducciones a numerosos idiomas me
convencen de la persistente actualidad de este Sol negro, y continúo afinando la elucidación que propongo a aquellos a los que ha abrasado».
Pero ¿en qué consiste ese «sol negro» al que Kristeva se refiere y
qué relación tiene con la depresión y la melancolía? La obra original
ofrece rápidamente una respuesta en las primeras páginas: es un «abismo
de tristeza, de un dolor incomunicable que nos absorbe a veces hasta
hacernos perder el yo». A lo largo de los dos primeros capítulos del
texto, la autora traza el recorrido de una tristeza «caníbal» y de sus
relaciones con la sociedad occidental y el pensamiento, caracterizándola
como el reverso de la pasión amorosa o «el rostro oculto de Narciso»,
un Narciso que está condenado a buscar el objeto perdido de su amor –lo
materno, lo Otro– a través de la imaginación y la palabra. La pérdida
del objeto de deseo –el hecho de no poder tener todo lo que queremos
siempre, la separación de lo que amamos, primeramente la madre–, y el
«duelo» por esta circunstancia generan una salida compensatoria o una
agresividad hacia uno mismo que se transforma en melancolía. Así, según
la descripción de Kristeva, el depresivo es «un amante herido», cautivo
de su propio afecto por una cosa que ya no está –y que nunca podrá
alcanzar, pues no se puede llegar a lo Otro de la forma en la que lo
desearía–.
¿Cómo se lidia con esta tristeza? El texto plantea de forma sumaria
la relación que esta pérdida originaria tiene con el lenguaje, siendo
éste el fetiche de la pérdida: tal vez no pueda tenerlo todo, pero puedo
decirlo, nombrarlo. La Nada y la muerte son el límite del sentido, «esa
cosa imposible de significar», así como el Otro y su ausencia. El
lenguaje depresivo –y aquí cabría la duda de si todo lenguaje lo es– es
aquel que es consciente de la falta de vinculación lenguaje-objeto que
mantiene el dominio sobre lo que no comprende a través de la depresión:
«Mi afecto de tristeza es el último testigo mudo que tengo de que perdí
la cosa arcaica de deseo omnipotente». Este dolor, como primera
expresión de que el Otro se escapa, persiste a pesar de que haya una
suerte de «armadura lingüística» en el discurso; y ese escaparse del
objeto originario hace que sea imposible de traducir –y, por tanto, que
el dominio del lenguaje sobre el mundo sea siempre imperfecto e
insatisfactorio–: «El hombre occidental, por el contrario, está
persuadido de poder traducir a su madre: cree ciertamente hacerlo, pero
para traicionarla, trasponerla, liberarse de ella. Este melancólico
vence su tristeza por estar separado del objeto amado mediante un
increíble esfuerzo por dominar los signos a fin de hacerlos
corresponder con vivencias originarias, innombrables, traumáticas. Más
aún, y en definitiva, esta fe en la traducibilidad (mamá es nombrable,
Dios es nombrable) conduce a un discurso fuertemente individualizado que
evita los estereotipos y el cliché, y lleva a la proliferación de los
estilos personales. Pero por ese camino desembocamos en la traición por
excelencia de la Cosa única y en sí (de la Res divina): si todas las
formas de nombrarla están permitidas, ¿no se disuelve la Cosa postulada
en sí misma en mil y una formas de nombrarla? La traducibilidad
desemboca en la multiplicidad de las traducciones posibles. El sujeto
occidental, ese melancólico en potencia convertido en encarnizado
traductor, termina sus días como un convencido jugador o como un ateo
potencial. La creencia inicial en la traducción se transforma en
creencia en el desempeño estilístico por el cual el más acá del texto,
su otro, todavía originario, cuenta menos que el logro del propio
texto.»
Kristeva ofrece, a partir de este análisis, dos vías para lidiar con
esta tristeza: tres casos de la clínica (Hèlene, Agnes, Isabel, en el
«Capítulo 3») y el análisis de la obra de cuatro artistas, comprendiendo
al arte –del mismo modo que lo hace el psicoanálisis– como un
procedimiento que permite lidiar con esta pérdida inherente al sujeto
occidental. Para ello se apoya en las palabras de Freud y Benjamin y
aplica sus teorías a la obra de Holbein, Nerval, Dostoyevski y Duras.
Sin embargo, este libro no se plantea como un ejercicio de rigor
sistemático o una herramienta de autoayuda. Ya en su primera edición
apostaba por un conocimiento situado desde el mismo comienzo: «Escribir
sobre la melancolía no tendría sentido para quienes la melancolía
devasta si lo escrito no proviene de la propia melancolía»,
reafirmándose en la nueva introducción: «Me gustaría que aquellos que
lean este libro puedan hallarse en él. No propongo una solución. (…)
Pero que cada uno, cada una, pueda abrir la cicatriz o herida de su
sufrimiento, ponerlos en cuestión y empezar a elucidarlos. Podrían
ustedes hacerlo leyendo estas travesías de soles negros (…) y cerrar el
libro, llevándose algunos destellos, para emprender las eclosiones
posibles».
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